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Varón blanco heterosexual y «nueva» cortesía

He pasado varios días enfadada con mi padre. Diría que bastantes. No solemos discutir con frecuencia, pero, cuando lo hacemos, los elementos se conjuran para formar la tormenta perfecta. Mi madre, espantada por nuestro tono, me lo advirtió mientras paseábamos: "Sí que discutes con papá, ¿eh? Ten cuidado". Es probable que malinterpretara su advertencia, o que no prestara atención a los matices, pero mi respuesta deja clara cuál fue mi actitud la mayor parte del tiempo: "Que tenga cuidado él... ¡no te digo!".

Mis macetas y tus cubos

Uno de mis planes estrella para esta primavera era plantar un pequeño huerto en las macetas. Quería compartir contigo todo el proceso: comprar la tierra, llenar las macetas, abonar, sembrar, regar, cosechar... Me parecía valioso que participaras de todo ello, no solo por los aprendizajes que implica (el ciclo vital, los cuidados, las redes alimenticias, habilidades de horticultura sencillas...); sino, sobre todo, por el vínculo: esa riqueza emocional que tantas veces menospreciamos.

Pagar el precio

Me siento en la terraza bajo el tenue sol de primavera. De fondo, tan solo el trinar de los pájaros, apenas interrumpido por algún rumor mecánico. Mientras me dejo invadir por la paz del momento, me doy cuenta de que, durante la mayor parte de mi vida adulta, he pagado por esto. Por una o dos semanas al año alejada del trajín de la ciudad, de sus ruidos, de sus velocidades. Por sentarme y respirar en la calma de una pequeña porción de naturaleza. Sueño entonces con que algo de todo esto haya llegado para quedarse, y me pregunto qué estaría dispuesta a pagar por ello.

Las semillas del cambio

Tengo la impresión de que son muchas las personas que anhelan que esta crisis que padecemos actúe como un golpe de timón para cambiar, de una vez por todas, el rumbo suicida de nuestras sociedades. Quizá es porque yo también tengo esa esperanza: deseo profundamente que todo este dolor no sea en vano, que quienes logren llegar al otro lado sean capaces de encontrar la manera de honrar a quienes no vivirán para contarlo. Sin embargo, las señales que percibo a mi alrededor son contradictorias. Y, en medio del naufragio, me mantengo a flote sobre un par de certezas.

La vida era esto

Cuarentena. Hace diez días que no salgo de casa más que para sacar la basura. De pronto, la sucesión de acontecimientos a la que llamábamos "vida" se ha desgarrado y, a través de los jirones que restan, observo lo que hay al otro lado. Eso que parece resistir al cataclismo; eso que, cuando todos nuestros cimientos se tambalean, consigue mantenerse en pie. Y siento que debo abrir bien los ojos, memorizar con el cuerpo, antes de que el tejido tramposo que nos rodea regrese a la opacidad a la que nos tenía acostumbrados. Antes de caer, de nuevo, en la ceguera.

Las mañanas en chándal

Partiendo de varias conversaciones espontáneas y sin apenas darnos cuenta, unas compañeras de trabajo y yo hemos elaborado un plan detallado de lo que sería nuestra rutina ideal. Compartimos la circunstancia de encontrarnos en el fragor de la crianza y lo tenemos claro: nuestro mayor deseo es pasarnos las mañanas en chándal.

Otra experiencia del tiempo es posible

Hace ya unos días que estrenamos año. Y, en esta ocasión tan especial, también década: llegan los felices años veinte, una época singular para quienes todavía sentimos un vínculo emocional más que estrecho con el siglo pasado. Son dos hitos que, como tantos otros, pertenecen a una concepción lineal del tiempo: el tiempo como lanza, como flecha, atravesando un espacio vacío en su veloz e infinita carrera hacia adelante.