Me siento en la terraza bajo el tenue sol de primavera. De fondo, tan solo el trinar de los pájaros, apenas interrumpido por algún rumor mecánico. Mientras me dejo invadir por la paz del momento, me doy cuenta de que, durante la mayor parte de mi vida adulta, he pagado por esto. Por una o dos semanas al año alejada del trajín de la ciudad, de sus ruidos, de sus velocidades. Por sentarme y respirar en la calma de una pequeña porción de naturaleza. Sueño entonces con que algo de todo esto haya llegado para quedarse, y me pregunto qué estaría dispuesta a pagar por ello.
Tengo la impresión de que son muchas las personas que anhelan que esta crisis que padecemos actúe como un golpe de timón para cambiar, de una vez por todas, el rumbo suicida de nuestras sociedades. Quizá es porque yo también tengo esa esperanza: deseo profundamente que todo este dolor no sea en vano, que quienes logren llegar al otro lado sean capaces de encontrar la manera de honrar a quienes no vivirán para contarlo. Sin embargo, las señales que percibo a mi alrededor son contradictorias. Y, en medio del naufragio, me mantengo a flote sobre un par de certezas.
Cuarentena. Hace diez días que no salgo de casa más que para sacar la basura. De pronto, la sucesión de acontecimientos a la que llamábamos "vida" se ha desgarrado y, a través de los jirones que restan, observo lo que hay al otro lado. Eso que parece resistir al cataclismo; eso que, cuando todos nuestros cimientos se tambalean, consigue mantenerse en pie. Y siento que debo abrir bien los ojos, memorizar con el cuerpo, antes de que el tejido tramposo que nos rodea regrese a la opacidad a la que nos tenía acostumbrados. Antes de caer, de nuevo, en la ceguera.
Hace ya algunos años, hablando sobre la primavera y sus indicios, una compañera de trabajo y amiga se quejó de la obsesión generalizada que existe con almendros y cerezos: "La gente dice que son los primeros árboles que florecen, ¡pero es mentira! Los primeros que florecen son las mimosas".
Hace ya unos días que estrenamos año. Y, en esta ocasión tan especial, también década: llegan los felices años veinte, una época singular para quienes todavía sentimos un vínculo emocional más que estrecho con el siglo pasado. Son dos hitos que, como tantos otros, pertenecen a una concepción lineal del tiempo: el tiempo como lanza, como flecha, atravesando un espacio vacío en su veloz e infinita carrera hacia adelante.
Ayer, según volvíamos a casa, me sentí invadida de nuevo por esa maravillosa sensación de calma, de alivio, que suele acompañarme la tarde de Navidad. Es el momento que mi cuerpo elige para relajarse, en el que mi mente se libera ante la perspectiva de haber sobrevivido un año más.