Otra experiencia del tiempo es posible

Hace ya unos días que estrenamos año. Y, en esta ocasión tan especial, también década: llegan los felices años veinte, una época singular para quienes todavía sentimos un vínculo emocional más que estrecho con el siglo pasado.

Son dos hitos que, como tantos otros, pertenecen a una concepción lineal del tiempo: el tiempo como lanza, como flecha, atravesando un espacio vacío en su veloz e infinita carrera hacia adelante.

Semejante idea del tiempo puede suscitar sentimientos muy poderosos. En mi caso, pensándola desde un punto de vista colectivo e histórico, hasta hace bien poco me evocaba la emoción del progreso, el incansable trajín de la evolución. Sin embargo, vital e individualmente, ya solo me produce vértigo.

Es angustioso notar la flecha del tiempo silbando en tu oído, revolviéndote el pelo, y saber que nunca serás lo suficientemente rápida para atraparla. Es doloroso sentir cómo la lanza del tiempo se te clava en las entrañas al comprender que los días, meses y años que han pasado han quedado definitivamente atrás, y no van a volver.

No es algo que haya desarrollado con la edad. Desde bien joven me recuerdo luchando contra el avance imparable del tiempo, presa casi siempre de la sensación de que llegaba a todo demasiado tarde. De que debía esforzarme más y más para acelerarme. Sin intuir, hasta hace casi nada, que la batalla contra el tiempo es una batalla perdida: esa línea implacable nos conduce directamente hacia la muerte. Y no es posible frenarla ni dar marcha atrás.

La época en que la concepción lineal del tiempo más me hizo sufrir fueron los años que tuve que emplear para conseguir ser madre. Desde los veintinueve hasta los treinta y cinco, cada año pasaba como una flecha y me clavaba una nueva lanza en el alma. Además, la posibilidad misma de no llegar a tener hijos nunca me producía una horrible sensación de muerte inminente, como si el tiempo de mi vida se colapsara y el minuto siguiente fuera el último.

Fue precisamente en medio de esa vorágine de angustia cuando empecé a darme cuenta de que otra experiencia del tiempo era posible.

Supongo que, como cualquier otro ser humano, nací con el instinto de vincularme a los ciclos de la Naturaleza. Y, aunque la vida urbana y una concepción excluyente del tiempo me dejaran ese instinto flojo, siempre fue suficiente para mantener cierta consciencia, al menos, de las señales menos sutiles que marcan los cambios de estación.

Esa consciencia aumentó considerablemente en aquellos años. Los treinta nunca volverían, ni los treinta y uno, ni los treinta y dos. Pero cada año traía consigo una nueva primavera, un verano nuevo. Volvía el otoño y después el invierno. En medio de tanta pérdida, entendí que esa otra concepción del tiempo venía cargada de oportunidad.

Hasta ese momento, esa idea, la idea del tiempo circular, no era para mí más que un artefacto literario. La conocía por aquellos relatos, casi siempre anclados en una cosmovisión mítica, que empezaban y terminaban en un punto similar. El tiempo circular, por tanto, era todavía para mí un tiempo de ficción. Nada que pudiera tener una entidad real, que pudiera aplicar a mi vida.

Pero mis sentidos se empeñaron en llevarme la contraria, y en mostrarme, a través de una evidencia palpable, que había otra experiencia posible. Cuanto más me replegaba sobre mi cuerpo, más me abría a esa Naturaleza cíclica, exuberante a veces, aparentemente estéril en otros momentos. E iba aceptando esa mano amable que me tendía infinidad de nuevos comienzos, de nuevas oportunidades.

Mientras el tiempo lineal seguía dañándome, despiadado; el tiempo circular me calmaba, lamía mis heridas, me animaba a continuar.

Más tarde supe que yo no era la única que percibía ese contraste entre ambas concepciones. Que el tiempo lineal, con su velocidad, con su discurrir agresivo, es el tiempo propio de la sociedad occidental, del Imperio capitalista bajo cuyo yugo vivimos. Otras sociedades, otras cosmovisiones distintas, han vivido y viven según otros parámetros, sincronizados con la Naturaleza y con sus ritmos.

Hace un año, decidí profundizar en esta idea, aprendiendo a detectar señales cada vez más sutiles de los ciclos naturales y vinculándolas con las que noto en mi cuerpo. Tras completar una vuelta de sol, puedo asegurar que ha sido una de las experiencias más transformadoras que he vivido. Consecuentemente, este año nuevo significa para mí una segunda oportunidad, que estoy deseando aprovechar para repetir cada hito, recordar lo sentido y aprendido, y profundizar mucho más.

Otra experiencia del tiempo es posible. Y su forma es circular.


Y a ti, que lees estas palabras, ¿qué sentimientos te provoca la concepción lineal del tiempo? ¿Cuál es tu experiencia con el tiempo circular?

Gracias por compartir tu opinión, sobre este y otros temas, a través de los comentarios o en tu propio blog o red social.

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