Ayer, según volvíamos a casa, me sentí invadida de nuevo por esa maravillosa sensación de calma, de alivio, que suele acompañarme la tarde de Navidad. Recordé que ese es el momento que mi cuerpo elige para relajarse, en el que mi mente se libera ante la perspectiva de haber sobrevivido un año más.
Apenas veinticuatro horas antes, el sentimiento era el contrario: un desasosiego que crece, la certeza del inminente peligro. No me pasaba nada en particular, tan solo el vaivén de emociones que me provocan estas fechas. Y es que, durante la mayor parte de mi vida, el momento más difícil del año ha sido, sin duda alguna, la Nochebuena.
Bastante he escrito ya sobre las desavenencias familiares que, tanto en mi infancia y adolescencia, como en mi vida adulta, me han perturbado en días como estos. Y, aunque he estado tentada de convertir esta entrada en un nuevo memorial de agravios, finalmente he decidido no hacerlo.
Prefiero centrarme en ese empeño que estrené apenas salí de la casa de mis padres y que hoy, con una niña pequeña, cobra más fuerza aún. El empeño de asociar estas fechas con emociones positivas; soñando, en un alarde de ambición, con llenarlas de significado.
Y me pregunto si este empeño es siquiera posible. No solo en el sentido de ahorrarle a mi hija todos los sinsabores que me ha tocado vivir a mí, pues nunca estuvo en mi mano evitarlos; sino por el simbolismo de las fechas mismas.
Y es que a veces se nos olvida que Nochebuena y Navidad son las fiestas grandes de una religión que daña gravemente a las personas como yo. El simple hecho de mirar para otro lado y engañarse en la ilusión de estar celebrando otra cosa no funciona. Al menos, conmigo no lo hace.
¿Cómo transformarlas, entonces? ¿Cómo reapropiarse de ellas? ¿Es un empeño posible?
Quiero creer que sí. Quiero pensar que no hay que elegir entre ceder o renunciar. Que se puede construir una nueva tradición, más positiva, más incluyente, acogedora, viva. Una tradición que tenga sentido para las personas que participemos en ella, que no sea una carga, sino una celebración elegida.
Hoy me gusta pensar que tengo todo un año para imaginarla, y que tal vez así, en un tiempo no tan lejano, pueda enfrentarme a estas fiestas, que quizá sean ya otras, con la alegría que merezco.
La alegría que todas merecemos.
Y tú, que lees estas palabras, ¿cómo encaras Nochebuena y Navidad? ¿Son fiestas que para ti tienen sentido? Y si no lo tienen, ¿lo buscas? ¿O crees que no lo necesitas?
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