Partiendo de varias conversaciones espontáneas y sin apenas darnos cuenta, unas compañeras de trabajo y yo hemos elaborado un plan detallado de lo que sería nuestra rutina ideal. Compartimos la circunstancia de encontrarnos en el fragor de la crianza y lo tenemos claro: nuestro mayor deseo es pasarnos las mañanas en chándal.
En principio, no soñamos con nada extraordinario: madrugaríamos, igual que hacemos ahora, prepararíamos a niñas y niños para la escuela o el colegio, y los acompañaríamos a clase. Solo entonces notaríamos el cambio: en vez de salir corriendo a trabajar, saldríamos corriendo… a correr. O a la clase de pilates. O a lo que fuera, pero en chándal.
Después, disfrutaríamos de lo que consideramos el momento álgido del día, y al que hemos bautizado, de manera inequívoca, «un café con las amigas». Luego volveríamos a casa, tal vez parando a hacer algún recado, haríamos algunas tareas del hogar, prepararíamos la comida y recogeríamos a nuestras criaturas.
Un día, uno de nuestros compañeros escuchó cómo soñábamos despiertas y se quedó horrorizado:
–Y también querréis depender de un hombre que os mantenga. Pero, ¡¿os estáis oyendo?!
Por supuesto que nos estábamos oyendo. Nos escuchamos casi cada día hablando de lo mismo. Sin embargo, para entendernos, nuestro compañero debería haber tenido en cuenta algo más que cuatro frases sueltas: la complejidad de nuestro contexto. Somos un grupo de mujeres que trabajamos desde jóvenes, en un puesto que elegimos voluntariamente y por el que peleamos, al que le hemos entregado lo mejor de nuestros mejores años, siempre con total voluntad y motivación. Nuestras maternidades son tardías, y tal vez esa sea la clave para nuestra manera de pensar: ya sabemos lo que el trabajo puede aportarnos, y en este momento no es nuestra prioridad.
No obstante, aunque estos detalles puedan iluminar parcialmente nuestro caso, la añoranza por una vida que priorice los cuidados les surge a muchas mujeres en la actualidad, independientemente de su edad o experiencia laboral. Todas las amigas con las que he hablado sobre el tema coinciden con esta visión, y me llegan noticias de otros casos (uno de ellos me lo contó mi padre, también horrorizado) en los que se repite esa pauta de mujeres-que-ya-no-quieren-trabajar.
Desde el punto de vista del Feminismo clásico, al que bien podríamos llamar «el Feminismo de nuestras madres», este pensamiento es un escándalo. Como nuestro compañero nos recordaba, como me dijo mi padre también, semejantes planteamientos dan al traste con la emancipación de la mujer. Pero yo creo que cada generación debe hacer su trabajo, y para encontrar el nuestro, es necesario identificar qué hay detrás de la anécdota y en qué consiste lo que tramamos. Nuestra revolución.
Nuestras madres se incorporaron al mercado laboral regulado, y lo hicieron con el orgullo de mostrar que tenían las mismas capacidades que los hombres. La independencia económica, además, trajo mejoras de las que hoy disfrutamos todas: mayor capacidad de decisión personal y familiar, visibilidad de los derechos y necesidades de la mujer, incorporación del punto de vista feminista a distintas áreas de la sociedad, etc. Como trabajo de una generación, fue impecable.
Pero nuestra situación es distinta. Como no podía ser de otra manera, el sistema ha reaccionado violentamente. En numerosas ocasiones, el trabajo de las mujeres ya no es fuente de orgullo, sino de explotación. La tan elogiada emancipación se traduce en una doble jornada laboral; la igualdad de derechos, en un techo mucho más duro que el cristal. Y lo que antes se conseguía con un solo sueldo, fuera de hombre o de mujer, ahora exige dos, o incluso más.
Mientras tanto, niñas y niños se crían en instituciones, con personas extrañas, sufriendo los malos modos que nos provoca una vida de estrés, en ambientes que priorizan velocidad y resultados, que no responden a sus necesidades (ni a las nuestras) y que a duras penas protegen su/nuestra salud.
Por eso soñamos con pasarnos las mañanas en chándal. Para poder ofrecerles a nuestros seres queridos calma, cuidados, un plato nutritivo que llevarse a la boca. Todo eso que nuestras abuelas hacían naturalmente, todo lo que dábamos por hecho, lo que no valorábamos, y que ahora hemos perdido. Pero el chándal simboliza también nuestro deseo de deshacernos de un traje que no está cortado a nuestra medida, que nos oprime, que nos prometía libertad de movimientos y nos ha amordazado. No queremos tacones, faldas, maquillaje. En nuestro día a día, deseamos sentirnos cómodas, desaliñadas. Reírnos de todo lo que el sistema nos daba a cambio de nuestra vida, y seguir tramando revoluciones mientras tomamos café con las amigas.
¿Todo eso significa que queremos volver a lo de antes? ¿A ser las mismas amas de casa que hubo en las generaciones que nos precedieron? No exactamente. Pero nuestro sueño, que tal vez no sea absolutamente literal, nos recuerda la profunda incomodidad que nos produce la situación actual. No solo no es una situación perfecta, sino que, tal vez, ni tan siquiera haya ido en una dirección que merece la pena seguir.
¿Cuál es la solución, entonces? Supongo que responder a esa pregunta es parte del trabajo de nuestra generación. Pero, como dice una de mis amigas, si algo tenemos claro es que, con la presunta emancipación de la mujer, nos han timado.
Y tú, que lees estas palabras, ¿qué opinas sobre este sueño de pasarse las mañanas en chándal? ¿A ti también te parece un escándalo o crees que es un síntoma de incomodidad que podría iluminar una situación mejor?
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Como me gusta leerte! Que buena reflexion, gracias por escribir!
Te leia en otro blog y me tendras por aqui tambien 😉
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