Me siento en la terraza bajo el tenue sol de primavera. De fondo, tan solo el trinar de los pájaros, apenas interrumpido por algún rumor mecánico. Mientras me dejo invadir por la paz del momento, me doy cuenta de que, durante la mayor parte de mi vida adulta, he pagado por esto. Por una o dos semanas al año alejada del trajín de la ciudad, de sus ruidos, de sus velocidades. Por sentarme y respirar en la calma de una pequeña porción de naturaleza. Sueño entonces con que algo de todo esto haya llegado para quedarse, y me pregunto qué estaría dispuesta a pagar por ello.
Como hablaba el otro día con mi mujer, no creo que esta crisis nos provoque cambios radicales a nivel individual, sino que, más bien, nos potencia en lo que ya éramos. En mi caso, siempre he anhelado una vida más acorde con mis valores y mis ritmos, y hace tiempo que empecé a pensar e investigar qué me lo impedía y qué podría facilitármelo, para intentar acercarme poco a poco a ella. No sabría decir en qué punto del camino me encuentro, porque tampoco estoy segura de que haya un camino prefijado, ni siquiera una meta alcanzable; pero sí sé que algunas de mis decisiones ya me separan de la cultura dominante, y que mi vida es mucho más vida desde que las he tomado. Mis convicciones más profundas, mi espiritualidad, también me animan a interpretar esta crisis como una oportunidad y a preguntarme qué podría hacer yo para que algo de todo esto se quedara.
Sin embargo, cada día que pasa soy más consciente de que todo eso que anhelamos tiene un precio, y que, lo queramos o no, tendremos que pagarlo. Porque, de hecho, ya lo estamos pagando: en restricción de libertades, en dificultades económicas, en miedos, angustia, agotamiento, en salud, en vidas humanas. Eso que deseamos, eso con lo que llevamos tanto tiempo soñando, que hemos planeado, incluso implementado a pequeña escala, esos cambios con que nos llenamos la fantasía y la boca, no han llegado en forma de aire fresco, sino de cataclismo. Vivir como queremos, por paradójico que resulte, conllevará una cantidad de sufrimiento nada desdeñable, pues no sabremos asumirlo de otra manera quienes somos saludables hijas e hijos del capitalismo.
Tengo muy presentes, por otro lado, las voces que nos advierten sobre la ceguera que supone celebrar con excesivo entusiasmo muchos de los cambios que observamos tanto en la Naturaleza como en nuestros propios estilos de vida. Porque esa celebración solo puede hacerse desde el privilegio de no haberse enfrentado a la enfermedad o la muerte. De no sufrir más que en tercera persona la embestida de la adversidad. Quienes alguna vez hemos opinado que somos demasiados los seres humanos sobre la Tierra (confieso que yo misma lo he hecho) rara vez hemos estado dispuestos a contarnos entre los que sobran, entre aquellos de quienes el planeta «necesita defenderse». No en vano se ha denominado a esta corriente de pensamiento «ecofascismo». Y creo que debemos tenerla en cuenta para ese futuro que ya habitamos, porque hoy más que nunca estoy segura de que nadie puede quedarse por el camino, de que esos mundos posibles con que soñamos solo pueden ser mundos compartidos.
Pasan los días (¡quién sabe cuántos!) y vuelvo a salir a la terraza, esta vez presa de una necesidad acuciante de espacio. Mientras respiro concentrada en el horizonte, empiezo a escuchar un repiqueteo suave. ¿Qué es? ¿Qué ocurre? Miro hacia los lados, en busca de su origen y, de pronto, lo entiendo: ha empezado a llover. El mero hecho de asistir al inicio de la tormenta me hace sentir afortunada, me reconcilia con mi desazón. Mi respiración se vuelve más calmada. Y entonces, un pensamiento perturbador me asalta. ¿Acaso no he vivido esto miles de veces en mi vida? ¿Cuál es la diferencia ahora? ¿Será que todo suena distinto en el silencio? ¿Serán que mis sentidos se han agudizado? ¿O es acaso mi mente la que está alterada?
Un rumor bronco me saca de mis elucubraciones. Parece un trueno lejano, pero mucho más duradero. El cielo entero vibra de pronto y yo, sobrecogida, apenas alcanzo a comprender lo evidente: son las nubes. Un frente de nubes chocando con otro. Esta vez sí que me parece no haberme parado nunca a escucharlo, así que me entrego a la experiencia. Mi hija llega corriendo y me pide que la coja. Alma sale detrás de ella. «¿Oyes eso?», le pregunto. «Son las nubes». La lluvia arrecia, las nubes no dejan de sonar y, ahora sí, escuchamos también varios truenos. La pequeña les tiene miedo, pero allí, refugiada entre sus dos madres, parece que se siente capaz de enfrentarlos. Asistimos a la tormenta como a un milagro, las tres, abrazadas. «Ha sido precioso», me dice Alma, cuando termina. «Creo que nunca había escuchado así la lluvia».
Después de todo, parece que no solo soy yo. Y, si somos dos, también podríamos ser cientos, miles, millones.
Mi deseo de que algo de todo esto permanezca se hace más intenso. Ojalá estemos a la altura de lo que viene. Ojalá sepamos, podamos, encontremos la manera de pagar el precio.
Y tú, que lees estas palabras, ¿qué estarías dispuesta o dispuesto a «pagar» para disfrutar de esa vida que deseas? ¿Crees que «la vida que viene» tendrá alguno de los ingredientes de «la vida de nuestros sueños»?
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