He pasado varios días enfadada con mi padre. Diría que bastantes. No solemos discutir con frecuencia, pero, cuando lo hacemos, los elementos se conjuran para formar la tormenta perfecta. Mi madre, espantada por nuestro tono, me lo advirtió mientras paseábamos: «Sí que discutes con papá, ¿eh? Ten cuidado». Es probable que malinterpretara su advertencia, o que no prestara atención a los matices, pero mi respuesta deja clara cuál fue mi postura la mayor parte del tiempo: «Que tenga cuidado él… ¡no te digo!».
Nuestro desencuentro tiene su origen en la «desescalada». No desde el punto de vista político, sino desde el personal y, sobre todo, familiar. Frente a la pandemia, tanto mi padre como mi madre han mostrado siempre un comportamiento intachable: su confinamiento fue estricto, mi padre salió de casa con las mascarillas que le cosió mi madre casi desde el primer día y han tardado bastante en animarse a pasear incluso cuando ya estaba permitido, pues la conducta de algunas personas no les parecía segura.
De hecho, en su momento tuvimos varias conversaciones en las que los animé a que encontraran lugares por los que caminar con tranquilidad, para que pudieran encontrar un equilibrio entre la prudencia y la salud mental y corporal que, como es bien sabido, no consiste solo en la ausencia de enfermedad ni resulta compatible con pasarse una vida de encierro. Pero no me resultó fácil, especialmente con mi padre: insistía una y otra vez en que no tenía prisa por salir ni veía la necesidad de los paseos. «Después de tanto tiempo, no quiero correr riesgos», me decía. «Yo lo que quiero es ver a mi nieta».
Por todo ello, cuando hace un par de semanas los llamé por teléfono y mi madre me dijo que mi padre había salido «con sus amigos», me quedé alucinada. La conmoción fue completa cuando, además, me comentó que «no sabía» si habrían ido a casa de uno de ellos o si estarían «en un restaurante». ¿En qué momento había pasado mi padre de negarse a dar un paseo a irse tranquilamente de terrazas? Tras la incredulidad inicial, me invadió un enfado que no pude ni quise evitar. Me costaba entender su cambio de actitud, pero lo que más me molestaba era que hubiera tomado una decisión que nos implicaba como familia sin que ni siquiera lo hubiéramos hablado.
Porque habíamos hablado mucho del tema. El sábado anterior, comentando ciertas situaciones que se vivían en mi familia política, estuvimos de acuerdo en la importancia de mantener la cautela, de priorizar personas y actividades, de reconocer la huida hacia delante como un mecanismo de defensa frente al miedo, en particular cuando se pertenece a grupos vulnerables. Y, todo ello, respetando los consensos a los que habíamos llegado como grupo para seguir protegiéndonos. Ni en un millón de años me hubiera imaginado, por tanto, que tenía el plan de irse de comida con sus amigos, sin mascarillas ni distancia de seguridad, apenas unos días más tarde.
No estoy cuestionando la decisión concreta. Cómo y cuándo reconstruir nuestras vidas son preguntas para las que nadie tiene una respuesta infalible. Además, las prioridades varían tanto de persona a persona que cualquier comparación resulta absurda. Esta crisis me ha enseñado, por otra parte, que nuestra percepción del peligro puede cambiar a una velocidad vertiginosa: yo misma asistía a varias reuniones de trabajo en un espacio cerrado, expuesta a toses y estornudos, o columpiaba a mi hija junto a otras familias sin inmutarme para, cuatro días después (¡cuatro días exactos!), salir corriendo despavorida cual protagonista de un apocalipsis zombi porque, al sacar la basura, escuché voces «que se acercaban».
Lo que me molesta es que creo que esta situación tan terrible que atravesamos nos está dando una oportunidad preciosa para repensar lo colectivo. Para entenderlo, para valorarlo y, sobre todo, para adecuarnos a lo que nos exige. No se trata, meramente, de negar nuestra individualidad, sino de entrar en una dimensión distinta que tenga en cuenta la interconexión entre ambos aspectos. Que la acción de una sola persona pueda tener repercusiones en otras miles, ajenas y desconocidas, y que incluso pueda venir de vuelta y afectar a sus seres queridos o a la persona misma, es una realidad a la que hemos dado la espalda como sociedad y que ahora se ha vuelto incontestable.
Reconozco que adoptar esta nueva perspectiva no es nada fácil para quienes hemos crecido en la idea de la preeminencia absoluta del individuo; a cambio, no obstante, creo que tiene la ventaja de rehumanizarnos. A mí, al menos, el proceso de renegociar las convenciones sociales teniendo en mente algo más grande que yo misma me ha parecido gratamente rehumanizador. Conocer y respetar los límites de cada uno, asumir la incertidumbre colectiva como propia, compartir los miedos pero también el coraje de saberse vulnerable… Todo ello me ha reconciliado con la auténtica naturaleza de nuestra especie, tan desvirtuada por el asedio constante del capitalismo.
En este contexto, la actitud de mi padre me resultó indignante. No podía pasarla por alto. Así que, tras dejar enfriar mi rabia durante varios días y buscar un enfoque mínimamente constructivo, decidí sacarle el tema cara a cara. Necesitaba escuchar sus argumentos, saber si había algún detalle que yo desconocía y que podía cambiar mi interpretación. Pero también necesitaba que comprendiera la importancia que para mí tenía ese cuidado colectivo del que parecía haberse desentendido.
Los detalles de la conversación que finalmente tuvimos son lo menos importante. Lo que me ha animado a escribir sobre ella fue lo que comprendí unos días más tarde, mientras rumiaba sus argumentos. Y es que, para defender sus decisiones, a mi padre no se le ocurrió mejor idea que hacer valer su privilegio de varón blanco heterosexual. No directamente, claro: eso sería impensable para un «progre» simpático como él, aliado del Feminismo entre otras virtudes. Desgraciadamente, sin embargo, no es otro el motivo que subyace tras el conjunto de su razonamiento.
Así, uno de los primeros argumentos que me espetó derrochaba el individualismo típico de quien no considera necesario justificar su comportamiento. Según sus propias palabras, antes de la pandemia gozaba de una rica vida social a la que no iba a renunciar. Reconozco que, en un primer momento, su excusa me dejó desarmada. Soy muy sensible a la posibilidad de coartar el desarrollo personal de quienes me rodean y, en ese momento, tuve que plantearme si quizá, como tantas voces esgrimen en el terreno político, mi actitud tenía el objetivo de mermar su libertad. ¿Acaso no estaría utilizando la enfermedad como una excusa para restringir la vida de mi padre, aunque fuera de manera inconsciente y, en apariencia, sin propósito alguno? Como mera posibilidad, me aterraba.
Sin embargo, con el paso de los días (porque una procesa despacio), terminó resultándome obvio que no solo no era así, sino que, como argumento, dejaba mucho que desear. Él no quería renunciar a su «rica vida social», pero, ¿y el resto? ¿Se había planteado mi padre qué ocurría con la «rica vida social» de su mujer, de su hija o de su nieta? En nuestras conversaciones, habíamos estado de acuerdo en ceñir nuestras reuniones «sin protección» a la familia más cercana. Si él consideraba positivo ampliar ese círculo, ¿por qué no nos lo había planteado? ¿Cómo es que no nos animó a ver a otras personas, del mismo modo que yo lo animé a pasear cuando no se atrevía? Mantener la distancia social incluso después de la cuarentena estricta no ha sido una decisión particular de cada una de nosotras, sino un consenso familiar cuyo objetivo era la seguridad colectiva. Mi padre, por el contrario, no parecía dispuesto a renunciar a una buena comida, a abrazarse con sus amigos, a charlar durante horas.
Un segundo argumento incide en esa estrechez de miras (por no llamarlo egoísmo) connatural a los privilegios: tal y como me aseguró, no temía ponerse en riesgo porque no tiene miedo a la muerte. Enhorabuena. Por desgracia, una enfermedad como la covid-19 no te fulmina como un rayo. Muy al contrario, el proceso de agravamiento y, en su caso, el fatal desenlace, pueden desarrollarse a lo largo de varias semanas, incluso meses. Y, durante todo ese tiempo, tus seres queridos se mantienen en vilo esperando una llamada del hospital, sin visitas, sin despedidas. Aunque personalmente no tengamos miedo a la muerte, creo que hay que contemplar el daño que podemos causar a los demás cuando nos exponemos a un riesgo. Pero es que ni siquiera la muerte es segura en este caso: ¿en quién recaerían los cuidados durante una convalecencia tras la hospitalización o sin ella? ¿Quién apoyaría a mi padre si la enfermedad dejara secuelas?
Este planteamiento, además, ningunea la perspectiva colectiva desde otro punto de vista. Puede que mi padre no tenga miedo a la muerte, pero, ¿acaso le ha preguntado a mi madre para tomar la decisión de arriesgarse? ¿Me ha preguntado a mí si temo morir, enfermar, sufrir secuelas con una hija a mi cargo? ¿Se ha planteado si a su nieta le resultaría indiferente vivir cualquiera de esas experiencias? Porque, aunque hasta hace dos días todo esto nos pareciera exagerado, esa es exactamente la situación en la que nos encontramos. En nombre de desgracias semejantes, que ya han golpeado a cientos de miles de familias en todo el mundo, hemos establecido medidas tan radicales como el distanciamiento. No es capricho. No es una conspiración global para que dejemos de salir a comer con quien nos plazca. Se trata de salvar vidas, nuestras vidas. Y si no lo hacemos todos, no lo hacemos ninguno. La frase es preciosa como eslogan, pero, cuando nos toca los privilegios… ¡ay!
Habrá quien considere que nada de esto tiene que ver con el hecho de ser un varón blanco heterosexual. El individualismo, el egoísmo, campan a sus anchas en nuestra sociedad precisamente por la manera en que nos construye, sin entender de género, raza u orientación sexual. Sin embargo, cuando le pregunté a mi padre si no había tenido en cuenta que un solo contagio en su grupo de amigos implicaría, en el mejor de los casos, volver a encerrar a su nieta en casa durante dos semanas, me respondió poniéndose a la defensiva, igual que hacen tantos «aliados» cuando estar del lado de la justicia ya no les reporta reconocimiento sino que los cuestiona.
Lo primero que me echó en cara fue mi sugerencia de que su decisión había sido impulsiva. Al parecer, sus amigos, varones blancos heterosexuales como él mismo, habían estado insistiéndole para quedar desde antes de iniciar la desescalada. Y mi padre, que se considera casi un «héroe de la resistencia» por haberles dado largas durante un par de semanas, tuvo que aguantar que pusieran en duda su hombría sugiriendo que, quizá, detrás de sus negativas no se ocultaba otra cosa que el miedo. Aparte del bochornoso espectáculo de unos señores de sesenta años llamándose «gallinitas» en medio de una pandemia que se ceba precisamente con un perfil como el suyo, utilizar la presión social para mantener no ya los privilegios sino el «estatus» no deja lugar a dudas sobre el sesgo de grupo dominante de su argumentario.
Desde mi punto de vista, un auténtico «aliado» le habría dicho que no se trataba de miedo (o sí, que tampoco es ninguna vergüenza… si eres mujer, oriental o marica), sino de responsabilidad para con su familia. Les habría explicado cómo habíamos negociado entre nosotros mismos la distancia social o el uso de la mascarilla, pidiéndoles que, por respeto, mantuvieran el mismo sistema. Para no caer en complacencias, les habría ofrecido alternativas. Y si nada de esto hubiera sido posible, me lo hubiera contado, al menos, cuando hablamos sobre el tema apenas unos días antes de que ocurriera.
Muchas otras cosas que me dijo mi padre demuestran también ese sesgo. Sin embargo, hubo una en particular que lo deja claramente al descubierto: insistía en que le había sorprendido mucho la beligerancia de mi actitud, pero, sobre todo, la de mi madre, con quien había compartido sus planes sin que, al parecer, hubiera mostrado su disconformidad (que ya me extraña). Pero, claro, «cuando se juntan la madre y la hija…». Claro que sí, papá: cuando se juntan la madre y la hija, se inaugura el conciliábulo de brujas sedientas de robarle los privilegios al señor de turno. Venga, hombre. No me jodas.
Sé que todo esto es difícil. Yo misma he dudado y dudo bastante sobre la «nueva» cortesía. Y puedo decir que ya he metido la pata varias veces. Pero no me excuso, no ataco y, sobre todo, no hago valer los privilegios más rancios. Mantengo la tensión entre mis deseos individuales, mis costumbres y la responsabilidad colectiva. Porque el aprendizaje está reñido con la soberbia, porque sin humildad no hay cambio de paradigma.
Aunque mi intención inicial era mantener la ofensiva, seguir incomodando a mi padre hasta que admitiera que se había equivocado, al final he decidido cambiar de estrategia. Teniendo en cuenta la complejidad de la situación, prefiero optar por cuestionarme mis propias acciones en vez de criticar las ajenas, procurar que se ajusten a los valores en los que creo y, después, mostrárselas a él o a cualquier otra persona como ejemplo.
Porque estoy convencida de que «otra» cortesía es posible. Y porque quiero que forme parte de los cimientos de ese mundo «nuevo» que sigo empeñada en construir.
Un mundo nuevo sin opresiones… ni privilegios.
Y tú, que lees estas palabras, ¿qué opinas sobre la «nueva» cortesía como oportunidad para reconstruir nuestras relaciones basándonos en el cuidado? ¿Crees que se puede conseguir a pesar de la existencia de los «viejos» privilegios?
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