Cuarentena. Hace diez días que no salgo de casa más que para sacar la basura. De pronto, la sucesión de acontecimientos a la que llamábamos "vida" se ha desgarrado y, a través de los jirones que restan, observo lo que hay al otro lado. Eso que parece resistir al cataclismo; eso que, cuando todos nuestros cimientos se tambalean, consigue mantenerse en pie. Y siento que debo abrir bien los ojos, memorizar con el cuerpo, antes de que el tejido tramposo que nos rodea regrese a la opacidad a la que nos tenía acostumbrados. Antes de caer, de nuevo, en la ceguera.
Hace ya algunos años, hablando sobre la primavera y sus indicios, una compañera de trabajo y amiga se quejó de la obsesión generalizada que existe con almendros y cerezos: "La gente dice que son los primeros árboles que florecen, ¡pero es mentira! Los primeros que florecen son las mimosas".
Hace ya unos días que estrenamos año. Y, en esta ocasión tan especial, también década: llegan los felices años veinte, una época singular para quienes todavía sentimos un vínculo emocional más que estrecho con el siglo pasado. Son dos hitos que, como tantos otros, pertenecen a una concepción lineal del tiempo: el tiempo como lanza, como flecha, atravesando un espacio vacío en su veloz e infinita carrera hacia adelante.