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Pagar el precio

Me siento en la terraza bajo el tenue sol de primavera. De fondo, tan solo el trinar de los pájaros, apenas interrumpido por algún rumor mecánico. Mientras me dejo invadir por la paz del momento, me doy cuenta de que, durante la mayor parte de mi vida adulta, he pagado por esto. Por una o dos semanas al año alejada del trajín de la ciudad, de sus ruidos, de sus velocidades. Por sentarme y respirar en la calma de una pequeña porción de naturaleza. Sueño entonces con que algo de todo esto haya llegado para quedarse, y me pregunto qué estaría dispuesta a pagar por ello.

Las semillas del cambio

Tengo la impresión de que son muchas las personas que anhelan que esta crisis que padecemos actúe como un golpe de timón para cambiar, de una vez por todas, el rumbo suicida de nuestras sociedades. Quizá es porque yo también tengo esa esperanza: deseo profundamente que todo este dolor no sea en vano, que quienes logren llegar al otro lado sean capaces de encontrar la manera de honrar a quienes no vivirán para contarlo. Sin embargo, las señales que percibo a mi alrededor son contradictorias. Y, en medio del naufragio, me mantengo a flote sobre un par de certezas.

La vida era esto

Cuarentena. Hace diez días que no salgo de casa más que para sacar la basura. De pronto, la sucesión de acontecimientos a la que llamábamos "vida" se ha desgarrado y, a través de los jirones que restan, observo lo que hay al otro lado. Eso que parece resistir al cataclismo; eso que, cuando todos nuestros cimientos se tambalean, consigue mantenerse en pie. Y siento que debo abrir bien los ojos, memorizar con el cuerpo, antes de que el tejido tramposo que nos rodea regrese a la opacidad a la que nos tenía acostumbrados. Antes de caer, de nuevo, en la ceguera.