No hace mucho le regalaron a Alma el libro de Maternidades cuir, publicado este mismo año en la editorial Egales. Como buena ratona de biblioteca, no pude resistirme a hojearlo en cuanto lo vi. Tras leer las primeras páginas, sin embargo, mi curiosidad inicial se convirtió en obsesión: lo devoré en apenas tres bocados, con el ansia que solo me generan las lecturas radicalmente significativas. Y es que apenas necesité unas líneas para entender que el libro hablaba de mí, de nosotras, de la increíble pero cierta aventura que es la maternidad lesbiana.
Parece mentira que un libro que no llega a las doscientas páginas pueda marcar un antes y un después en la vida de nadie, pero yo tengo que reconocer que, hasta que no lo leí, no supe cuánto necesitaba leerlo. Cuánto necesitaba y necesito verme reflejada en otras mujeres, en otras madres que experimenten la maternidad como yo la estoy viviendo. No solo para dejar de sentirme sola, rara, siempre distinta. Sino, sobre todo y por encima de todo, para legitimar mi experiencia. Para entender que tengo derecho a haber vivido los durísimos hitos que han marcado el camino que he recorrido hasta ahora exactamente como lo he hecho.
Porque, en el caso de la maternidad lesbiana, de las maternidades cuir en general, el mero hecho de llegar a ser madre no solo implica sortear los mismos obstáculos que se le pueden presentar a cualquier mujer heterosexual (muy acertadamente, el libro dedica el primer capítulo a la infertilidad, a la maternidad no realizada) junto a los propios de nuestra condición (que no son tanto «propios» como «impuestos» por una sociedad lesbófoba que no reconoce la diversidad). Además, debes hacerlo callando tus malestares, dando las gracias porque, al parecer, te perdonan la vida a diario, recordando que tu condición de semihumana hace que tus derechos más básicos (como el de formar una familia) te sean hurtados en lo que a agencia y libertad se refiere.
En España, hace quince años que las mujeres podemos casarnos entre nosotras y formar una familia legalmente reconocida bajo ciertas condiciones. Como aquí no nos cuelgan de una grúa, como nuestros parientes varones no nos violan en manada para reconducirnos, se diría que ya está todo hecho. Pero no es verdad. Y cuesta decirlo, incluso decírselo a una misma. Porque te sientes injusta, desagradecida, caprichosa, tiquismiquis. Porque parece que no sabes valorar lo que tienes. Y no se trata de eso. Se trata de que el sistema nos ofrece modelos y oportunidades que siguen siendo violentos y discriminatorios en sí mismos. Y que debemos aceptarlos o quedarnos sin nada porque qué más queréis.
No es algo fácil de explicar porque tampoco es algo fácil de reconocer. Yo misma he sido violentada, discriminada y silenciada sin notar más que una incomodidad creciente. El acoso, además, no solo ha sido externo, sino que también lo he sufrido por parte de los prejuicios que habitan mi conciencia. Cuando empecé a escribir mi anterior blog, por ejemplo, lo hice partiendo de una premisa falsa: que todas las mujeres, cuando abordamos la maternidad gestacional, somos iguales. Es verdad, pensaba entonces, que yo soy lesbiana y la absoluta mayoría de las mujeres que me rodean y en cuyas experiencias me miro son heterosexuales. Pero, a la hora de quedarnos embarazadas, nuestros cuerpos cisexuales viven el mismo proceso, ¿no? Pues claro que no.
En este sentido, tengo grabada en la memoria una imagen de la tarde en que asistimos a nuestra primera cita en una clínica de reproducción asistida. Pocas personas entenderán todo lo que había luchado por llegar hasta allí, cuántos años había empleado simplemente en imaginarme como madre lesbiana, a pesar del rechazo de mi entorno, a pesar de mis miedos. Aquel día, por tanto, cumplí un sueño que, como tal, debería haberme sabido a triunfo. Sin embargo, me recuerdo volviendo a casa en el coche, con la mirada perdida entre las luces de la ciudad, mientras mi cuerpo y mi mente gritaban al unísono: «¡No!». Lo que me embargaba no era la satisfacción de la victoria sino una humillación que ni siquiera sabía nombrar. Tenía tan claro que no quería nada de todo aquello como que, si no consentía, el sistema se reservaba, entre otras, la potestad de condenar mi futura familia a la ilegalidad.
Leer cómo otras mujeres con mi misma experiencia critican un modelo de reproducción asistida de obligado cumplimiento para las mujeres lesbianas que, además, en casos como el nuestro, lleva aparejado un ánimo de lucro más que cuestionable, ha liberado una parte de mí que, a pesar de los años transcurridos, continuaba amordazada. Durante mucho tiempo me he culpado por sentir rechazo, por no estar de acuerdo, por cuestionar un proceso cuya mera existencia debería hacerme sentir afortunada. Me sentía tan mal por sentirme mal que ni siquiera me atreví a escribir más que un puñado de entradas (como esta o esta) donde mostrar mis emociones con una tibieza exagerada. Pero no es justo, y hoy sé que tenía y tengo derecho a alzar mi voz para denunciarlo.
Otra cuestión que Maternidades cuir me ha ayudado a comprender tiene que ver con el heterocentrismo de la denominada «crianza natural». Cuando me animé a investigar sobre el parto y la lactancia (a partir de los seis meses de embarazo, pues hasta entonces no dejaba de temer un nuevo aborto), descubrí un universo desconocido que me dejó deslumbrada: la puesta en valor del cuerpo y sus instintos, el respeto por su inteligencia, la defensa de la naturalidad… Cada nuevo planteamiento parecía alinearse a a la perfección con unos valores que, desde hacía algún tiempo, venían fortaleciéndose en mi interior. Para alguien que había vivido un proceso reproductivo tan medicalizado desde el primer día, además, actuaron como un bálsamo.
Sin embargo, a la hora de buscar modelos con los que sentirme identificada, cometí un error de principiante: el de la asimilación. Las propuestas de crianza natural que conozco se refieren siempre a un padre y una madre, y yo di por hecho que, aunque en nuestra relación fuéramos dos madres, no tendríamos dificultad para suplir cualquier aspecto «paternal» de entre los que se promulgaban. Y nunca, hasta que no leí el capítulo titulado «Educadas para ser madres hetero» (escrito por Raquel Díaz y Olga Constanza), me había parado a pensar en lo peligroso que es este planteamiento, aparentemente inocente y «natural», para una familia como la nuestra.
Porque no, una madre no gestante no es un padre ni puede llegar a serlo. Ni una madre gestante, por el mero hecho de serlo, se convierte en una madre hetero. Parece algo obvio, casi una perogrullada sin consecuencias, pero, tras comprender su verdadero alcance, ciertos rincones tenebrosos de mi memoria se iluminaron de golpe. Y es que el lugar que la sociedad reserva a las mujeres es radicalmente distinto al de los hombres. En el caso concreto de la crianza «natural», se espera, por ejemplo, que el padre actúe como protector e incluso defensor de la pareja madre-bebé: un papel muy difícil de alcanzar para cualquier mujer en nuestra sociedad. Un papel que, en las parejas lesboparentales, debemos repartir entre las dos madres si es que queremos alcanzar cotas medio parecidas a las que disfrutan los hombres por el mero hecho de serlo.
Pongo un ejemplo escandaloso: en mi parto, un catálogo bastante completo de violencia obstétrica, tuve que soportar el abuso de un ginecólogo que me gritaba órdenes al oído. ¿Se habría atrevido semejante energúmeno a actuar del mismo modo si yo hubiera tenido un hombre al lado que le hubiera podido plantar cara en tanto que tal? No digo siquiera que lo hubiera hecho, sino tan solo que hubiera tenido la posibilidad de hacerlo. Confieso que, hasta que no leí el capítulo al que me refiero, no había sido capaz ni de planteármelo. De hecho, gracias a esta lectura me he dado cuenta de que, hasta hace dos días, no quería ver que mil y una situaciones que he vivido en este camino eran formas más o menos veladas de lesbofobia. Hay quien piensa que ocupar un papel de «víctima» te hace disfrutar de un sinfín de ventajas, pero no es así: la mayoría de las personas solo queremos sentirnos normales, naturales; no recordar, una y otra vez, que pertenecemos a una clase subalterna.
De ahí una de tantas vulnerabilidades de las familias lesboparentales que poca gente está dispuesta a aceptar («Ya tenéis hijos, ya sois iguales, ¿no?». Pues no). De ahí, también, la necesidad de ampliar los modelos de la crianza natural: no solo en el sentido de «acoger» familias no heteronormativas, sino en el de hacerlo abarcando la verdadera naturalidad de nuestras familias. Porque la diversidad familiar forma parte de las sociedades humanas desde el nacimiento mismo del homo sapiens, y porque esa misma diversidad forma parte también de múltiples especies animales sin reproducción asistida mediante. Sobran ejemplos naturales de familias no heteroparentales: no necesitamos que nadie nos perdone la vida aceptándonos, no somos una concesión de la norma, no debemos pelear por ajustarnos a papeles que nos están vedados, sino denunciar el veto y ofrecer alternativas. El trabajo, que empieza por nosotras mismas, es tan arduo como necesario.
Para terminar, Maternidades cuir también ha reforzado mi conciencia sobre la doble anomalía que la maternidad lesbiana representa dentro del Feminismo clásico. Nosotras, mujeres doblemente liberadas de los yugos de la heterosexualidad y la maternidad obligatoria, buscamos, sin embargo, convertirnos en madres. ¿Por qué lo hacemos, cuando podríamos optar a una liberación completa? ¿Por qué caemos en esa trampa? Frente a estos dilemas, nuestras maternidades, arduamente peleadas desde la posibilidad misma de su existencia, se alzan gozosas como una realidad que derrota cualquier teoría. Mucho hay que replantearse cuando lo que resulta una experiencia plena de significado para unas aparece como algo incomprensible para otras. Y nosotras, como ocurre con otras muchas minorías, tenemos tanto que decir y aportar como escasas posibilidades de ser genuinamente escuchadas.
Como no podía ser de otra manera, sin embargo, las maternidades cuir también son realidades complejas. Hace poco, en un grupo de madres lesbianas de Facebook en el que participo, una chica se atrevió a sacar el tema del divorcio. Creo que este es uno de los tabúes más resistentes en nuestra comunidad, porque, lamentablemente, hace tambalearse gran parte de la respetabilidad social que, con un esfuerzo ímprobo, nos hemos granjeado durante décadas. La propuesta hizo emerger situaciones que una visión romántica e ingenua de nuestras relaciones (que bebe de la misma lesbofobia de quienes nos demonizan) nos impide asumir siquiera como posibles, destrozando todas nuestras expectativas cuando, de hecho, ocurren. Porque las mujeres lesbianas, incluso las madres lesbianas, somos ¡oh, sopresa! seres humanos como los demás. Con nuestras luces y nuestras sombras, nuestros aciertos y nuestros errores, más el añadido siniestro de ver constantemente cuestionada nuestra dignidad.
También este aspecto se recoge en Maternidades cuir. Este, y muchos otros que no menciono, porque las diferentes, las raras, las indignas que, para colmo de heterodoxias, encima somos madres, tenemos mucho, muchísimo que aportar.
Y a ti, que lees estas palabras, ¿te gustaría participar con tu experiencia en la construcción de las maternidades cuir?
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