Tala y quema

Tu llegada al mundo prendió la mecha que consumió mi vida tal y como la conocía. Aquella primera chispa se transformó de improviso en un virulento incendio que lamió cada rincón de mi existencia. Durante un tiempo que me pareció eterno, mis pies no encontraron más reposo que una gruesa alfombra de cenizas y rescoldos brillantes.

La quema, no obstante, fue precedida por el cálido abrigo de una llama hogareña. Nunca olvidaré la primera mañana que pasamos en casa, recién llegadas del hospital. Aún pletórica de energía, me levanté de la cama y, sosteniéndote con mi brazo izquierdo, fui a la cocina y me preparé un café. «¿Ves?», pensé para mis adentros, tan ufana como inocente. «No era para tanto».

Y es que, durante los años que pasé buscándote, me obsesionaba la idea de que la maternidad conllevara el acceso a un conocimiento y una experiencia de la vida inalcanzables para quien no fuera madre. La posibilidad de quedarme fuera me destrozaba, y no soportaba el discurso que se refería a quienes no teníamos descendencia como pobres ilusas que no se enteraban de nada.

Así que, al principio, me afané en demostrarme que seguía  siendo la misma persona, que no había «ellas» ni «nosotras», que tu presencia en mi vida armonizaba a la perfección con la frecuencia en la que, hasta entonces, había vibrado mi día a día. Por más que me haya costado admitirlo, sin embargo, me equivocaba. La maternidad no es, como la califiqué alguna vez, un interés más entre otros tantos. No se trata de una afición, algo a lo que dedique mi tiempo libre. La maternidad no se parece, ni tan siquiera, al trabajo más absorbente.

Por supuesto que la palabra «madre» no dice todo lo que soy, pero, en mi caso, implica una reestructuración profunda de todo lo que era. Hacía tiempo que mi vida se comportaba como una planta enferma, podrida de plagas, que, solo muy de vez en cuando, conseguía alumbrar ramas nuevas. Su frescura aparente escondía una realidad de agonía. No quedaba más remedio que podarla hasta la semilla.

Tu nacimiento fue destrucción, pero una destrucción fructífera. Como en la agricultura de tala y quema, las cenizas de lo que fui han fertilizado la tierra donde enraíza mi presente. Aquellos frutos amargos han regresado a sus yemas, y las nuevas hojas, ahora apretadas, se despliegan con dulzura pero crecen con firmeza.

Ya no soy la misma planta. Ya no me esfuerzo en alumbrar brotes destinados a una muerte prematura. Por fin he comprendido que la energía vital es limitada, por fin soy capaz de priorizar lo que paren mis entrañas. Y siempre que dudo, me vuelvo a mirarte: la verdad de tu existencia me dice lo que es bueno y lo que no merece la pena, me ayuda a diferenciar entre aquello que las dos queremos y eso que ninguna necesita.

Sobrevivir al incendio me ha ayudado, además, a perder el miedo. Hoy tengo claro que, aunque la vida colapse, aunque se prenda y consuma, puede volver a surgir con fuerzas renovadas. Así que ya no temo que el proceso se repita y haya que volver a empezar. De hecho, estoy segura de que anhelaré las llamas en cuanto me note podrida y seca. Confío, además, en que la tierra que me sustenta exija sus cenizas para volver a llenarse de vida, para vibrar de fertilidad.

Gracias por el fuego, hija.


Y tú, que lees estas palabras, ¿qué opinas de la maternidad como un proceso de destrucción fructífera? ¿Crees que se ajusta a la realidad de la experiencia o consideras que se trata de una percepción distorsionada?

Gracias por compartir tu opinión, sobre este y otros temas, a través de los comentarios o en tu propio blog o red social.

Y si crees que esta entrada podría interesar a otras personas, ¡no dudes en compartirla!

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