Las semillas del cambio

Tengo la impresión de que son muchas las personas que anhelan que esta crisis que padecemos actúe como un golpe de timón para cambiar, de una vez por todas, el rumbo suicida de nuestras sociedades. Quizá es porque yo también tengo esa esperanza: deseo profundamente que todo este dolor no sea en vano, que quienes logren llegar al otro lado sean capaces de encontrar la manera de honrar a quienes no vivirán para contarlo. Sin embargo, las señales que percibo a mi alrededor son contradictorias. Y, en medio del naufragio, me mantengo a flote sobre un par de certezas.

Como cada tarde, hoy también me acerqué a la ventana y, junto a mi mujer y mi hija, aplaudí durante varios minutos. Ese gesto sencillo, festivo y solemne a un tiempo, no deja de emocionarme: un escalofrío recorre mi espalda y las lágrimas se asoman a mis mejillas, todos los días, a las ocho. Y es en ese aplauso, aunque parezca exagerado, en el que cifro toda mi esperanza.

Salir a aplaudir es salir al encuentro de esa humanidad que, en el momento presente, tanto añoramos. Una humanidad que se vuelve concreta, casi palpable, en nuestro vecindario. En todas esas familias que, como la mía, se cobijan tras las ventanas. Después de muchos años sumidas en la ignorancia unas de las otras, separadas por una distancia que no era física pero sí profunda, hoy nos asomamos para compartir nuestra vulnerabilidad, nuestra lucha, nuestra esperanza.

Poco a poco, los escudos que, hasta ahora, nos habían protegido, se tornan innecesarios: suben las persianas, se apartan las cortinas, abren los cristales. Mirarnos a los ojos deja de resultarnos incómodo. Nos reconocemos como nunca antes lo habíamos hecho. De una manera aún inaprehensible, nos importamos. Hay algo mucho más grande que nuestras congojas individuales, algo que está cerca y que, a la vez, se extiende más allá del horizonte. Algo que nos une; algo que, a pesar de la distancia, no consigue separarnos.

A veces me pregunto cómo será salir a la calle y volver a mirarse a los ojos después de tanto aplauso. ¿Reconoceremos en nuestras miradas esa humanidad que antes no sabíamos apreciar? ¿Nos temblará en las manos ese abrazo que ahora nos está vedado? ¿Seguiremos vibrando lo suficiente en la frecuencia de esos aplausos? ¿Cuánto es lo suficiente? ¿Es tiempo, es energía, es una emoción concreta lo que antes nos faltaba, lo que ahora tenemos, lo que debemos conservar para después, para cuando sea necesario?

Junto a la esperanza, sin embargo, también me embarga el desánimo. En estos días he comprobado, una y otra vez, lo difícil que resulta tratar de ahondar, aunque no sea demasiado, en el océano de esta experiencia. Hablar del dolor, del miedo, de los aprendizajes posibles, de los peligros que nos acechan más allá del plano físico. Mostrarse vulnerable, temerosa; exteriorizar indignación o disconformidad. He aprovechado lo que creía que eran manos tendidas para sentir y pensar en compañía. Tristemente, son raras las veces que lo he conseguido.

Me preocupa especialmente esa necesidad enfermiza de llenar el tiempo, ese bombardeo constante de actividades con las que colapsar cada día, como si la única manera de sobrevivir al encierro fuera olvidarse del encierro mismo y de sus motivos. Olvidar el dolor, el miedo, los aprendizajes posibles, los peligros más allá del plano físico. Aligerar el corazón de vulnerabilidad y temor mediante una impostada alegría. Exigir serenidad, contento, alivio en aras de un supuesto bienestar colectivo.

No son actitudes que me sean completamente ajenas. En un principio, yo también me negué a escuchar los primeros miedos que me llegaron. Critiqué lo que me pareció alarmismo. Me alejé de quien se mostró vulnerable. No supe leerlo en sus palabras, y ahora me arrepiento. Porque ahora he entendido que mantener la esperanza no está reñido con abrirse al dolor, sino al contrario: una experiencia transformadora debe ser una experiencia completa. Para que esta experiencia nos transforme, debemos permitir que nos atraviesen el miedo y la esperanza, el dolor y el alivio, la vulnerabilidad y la fortaleza. Y no estoy segura de que, en general, tengamos la disposición para ello.

En medio de tanta paradoja, apenas conservo un par de certezas. La primera es que el virus, por sí mismo, no va a cambiar nada. Porque el virus, en sí mismo, no es nada. Antes de él hubo otros; después de él, habrá más. Y no me refiero solo a pandemias: los traumas colectivos humanos son de índole muy diversa. Guerras, terremotos, huracanes, atentados terroristas, tsunamis, «limpiezas» étnicas, erupciones volcánicas. Algunos revelan que nuestras manos están manchadas de sangre, otros forman parte de las condiciones naturales de nuestro entorno. Que determinadas sociedades actuales pretendan vivir de espaldas a estas realidades no implica que no formen parte de la experiencia humana. Lo que viene después del trauma no depende de este, sino de cómo lo gestionan quienes logran superarlo.

La segunda certeza me ha surgido al hilo de la escritura. Y es que el cambio que deseamos, o incluso el cambio que tememos, no será inmediato. Cuando recuperemos las calles, nuestras prioridades serán el sol y los abrazos. Anticipar ahora, en medio de tanta incertidumbre, puede suponer una huida más de la realidad. Porque el problema todavía está aquí, todavía es ahora. Y ni siquiera sabemos cuál va a ser nuestro siguiente paso. Somos muchas las personas que ya antes soñábamos con otros mundos posibles, pero es probable que las reglas del juego que deseábamos abolir ya se hayan modificado.

Quizá solo debamos mantener esa tensión entre el miedo y la esperanza. Quizá con nuestros aplausos, pero también con el terror que a veces nos paraliza, ya estemos plantando las semillas del cambio.

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