El primer día de colegio fue una decepción completa para mí: mi madre me había asegurado que allí me enseñarían a leer y a escribir, pero aquel día solo hicimos un dibujo. A mis cuatro años, aquello me pareció una pérdida de tiempo intolerable. Desde entonces, mi obsesión con las letras no ha hecho sino crecer. La batalla contra el tiempo, también.
Escribo de seguido desde mi más tierna adolescencia, aunque solo hace algunos años entendí que aquello también era escribir. Diarios a diario, cartas infumables, ensayos de repente, poemas vergonzantes y canciones con acompañamiento musical trufaron aquella época, mientras yo me empeñaba en alumbrar una raquítica narrativa. En 2004 inauguré mi primer blog y tampoco fui consciente de estar escribiendo nada hasta que, apenas antes de ayer, acepté aparcar mi infructuoso idilio con la ficción.
Desde entonces, no deja de sorprenderme que exista un solo ser humano interesado en leer mis mierdas. Pero así es. Me ha costado un gran trabajo interior superar mi incredulidad inicial para llegar a honrar ese encuentro sagrado que surge de la amalgama entre la empatía, el entretenimiento y el gusto por las comas bien puestas. Cada día soy más consciente de su incalculable valor y me esfuerzo por cuidarlo como se merece.